De niño, recuerdo, en algún viaje familiar fui durante todo el trayecto “dando misa.” ¡Y no!, no pensaba ser sacerdote a esa edad. En mi infancia-adolescencia también fui “futbolista”, “cantante de salserín”, “mecánico”, etc., un sinfín de sueños que me evocaban triunfos, glorias y honores. A mi lado, en estos sueños, siempre Dios.
Dios es mi amigo ¡qué sabroso decirlo y mucho más sentirlo así!. Desde temprano y de su compañía aprendí, y sigo aprendiendo, que la vida es para soñarla en grande. Una grandeza que se mide y se vive desde la plenitud personal. Plenitud, que vale acotar, no ve de parámetros ni manuales, sino que radica en la esencia de cada ser humano. En otras palabras, cada uno está llamado a encontrar algo grande en su vida.
Dentro de este marco, reconocer a Dios amigo ha sido ir descubriendo que el Dios de Jesús es un Dios de posibilidades. A saber, su poder se centra en posibilitar que cada criatura, cada hijo suyo, tenga alegría en vivir, que sea pleno.
Esta imagen de Dios fue tomando consistencia, en la vida y en las enseñanzas de mis papás, Carlos y Fermina, mi inspiración para ser pleno, en mi caso, como cura jesuita.
Afortunado por tantas casas en el camino y por el hogar regalado
Ingresar a la Compañía de Jesús, hacerme cura, ha sido ir descubriendo, resignificando esa amistad en el camino. La amistad en Dios se expande de un encuentro personal, de un tema de dos, y va in crescendo para fortuna de la humanidad. Así, he sido afortunado de encontrar a mucha gente que me ha abierto las puertas de sus casas. Por casa no solo hago referencia a lugares físicos, también incluyo a quienes me han abierto su corazón y yo he podido abrirles el mío, siendo estos encuentros testigos de nuestras encrucijadas, cómplices de nuestras acciones, acompañantes de nuestras soledades, asaltos a nuestra inocencia, vergüenza de nuestras derrotas, en fin, aquellos cruces, benditos cruces, que me han recordado que la “tormenta” siempre nos recuerda que tenemos casa.
Una casa que en mis once años como jesuita he encontrado en Barquisimeto, de manera concreta en “Tapa de Piedra” caserío ubicado en la carretera vieja de Carora. En Caracas, en La Vega, durante dos etapas. En Ciudad Guayana, siendo profesor en el Colegio Loyola Gumilla, y en Colombia durante mis estudios teológicos con la Red Juvenil Ignaciana.
Han sido muchas las casas. Estas casas me han permitido sentir las brisas de la noche y el sol de día en el que Dios ha sembrado su alegría en las tierras de mi vida. En ese peregrinar, en ese dejarme hacer por mi amigo, el mejor amigo, he ido confirmando que, si bien he sido bendecido por muchos lugares y personas que me han acobijado, mi hogar es uno y es aquel que se encuentra junto a Fermina y Carlos.
Mi hogar más que generarme nostalgias de un pasado y frenar mi accionar presente me hace mirar al futuro con esperanza. Mis padres, siguen siendo hoy, mi “cable a tierra” para no dejar de soñar, para reconocerme y reconocer la “madera fina” que nos habita y que ésta nada ni nadie la puede destruir. Que va enmarcada con una luz que no se puede apagar, que hay un fuego que sigue ardiendo, que me invita a seguir viviendo desde el amor, porque este hace historia y vale la vida.
Mi último año, previo a la Ordenación diaconal y sacerdotal: Seguir amando.
Mi Ordenación Diaconal y la Sacerdotal llegó a mis 33 años. Ha sido un común denominador escuchar durante este año que “tengo la edad de Cristo”, acompañado de la referencia, típica del humor de nuestros países, de que es el año de la crucifixión. Y la verdad, es que este último año no ha sido fácil, perdí a mi papá. Lo perdí físicamente, lo gané para la eternidad.
En estos meses previos a la Ordenación he ido descubriendo cómo su fallecimiento tiene que ver con su historia y sus relatos, al no poder preguntar sobre sus sentimientos y pensamientos. Mas él no ha muerto, pues su impronta y talante han quedado impregnados en mi caminar. En tal sentido sigue siendo hogar.
Dos semanas después de mi Ordenación, sigo asimilando todo lo vivido, mientras tomo conciencia y pido la gracia de seguir soñando en grande, seguir peregrinando en búsqueda de casas, pues para los jesuitas nuestra casa es el mundo, llevando siempre conmigo mi hogar. Esa fuerza me alienta a ser cura y llevar, hoy más que nunca, ese mensaje del Papa Francisco: “en esta Iglesia caben todos.” y aquí en la Compañía, tú que me lees, tienes casa.
Isaac Daniel Velásquez, S.J.